Dedicado a esas personas
que siempre me animan a seguir escribiendo
No sentía nada. No sentía dolor,
no sentía miedo. Absolutamente nada. ¿Debería haberme asustado? Posiblemente,
pero lejos de asustarme hasta supuso un cierto alivio para mí. El no sentir
nada era reconfortante. Lo único que podía realmente sentir en aquellos
momentos era como la vida se escapaba de mi interior. Podía sentir el charco
de sangre que se había empezado a formar cerca de mi cabeza, donde debía de
tener la herida después de que me hubiese golpeado con una de las lámparas con
contundencia. Mis ojos lo único que alcanzaban a ver era el blanco techo de la
habitación, pues aunque había intentando moverme, mis esfuerzos habían sido en
vano. Era como si toda la energía hubiera desaparecido de mi cuerpo, como si me
hubiese convertido en una muñeca de trapo tirada en el suelo que a no ser que
alguien moviese, no haría movimiento alguno.
La oía en la lejanía. Oía el
ruido de lo que me parecieron cacerolas, sartenes o cualquier elemento de la
cocina moverse. Cantaba. ¿Una canción de Los Beatles? ¿De Whitney Houston tal
vez? ¿De Queen? No sabría decirlo con exactitud, no era capaz de distinguirlo,
sólo sabía que estaba cantando algo. Ajena a lo que me estaba ocurriendo a mí
en el piso de arriba o quizás sólo fingía ser ajena… ¿cómo podía no saber lo
que me estaba pasando si había sido ella la que momentos antes me había dejado
tirada en el suelo después de atizarme con la lámpara? Noté como mis ojos
empezaban a escocerme, la señal física de que iba a empezar a llorar de un
momento a otro. Mi visión se tornó borrosa en el preciso instante en que la
primera lágrima empezó a rodar por una de mis mejillas.
El dolor había desaparecido
después de que acabase la tormenta de golpes o quizás había desaparecido
durante. Imagino que todas las personas tenemos un límite de dolor y yo aquel
día lo superé, quedando en aquel estado semiinconsciente en el que realmente no
sentía ningún dolor más que el dolor emocional. Dolía que tu propia madre te
hiciera aquello y aunque debería de estar acostumbrada, me seguía partiendo el
corazón. ¿Acaso no era lo suficientemente buena para ella? ¿Tan mala hija era?
Hacia todo lo que me pedía y aún así su furia recaía sobre mí… ¿qué era
exactamente lo que hacía mal? ¿Qué era lo que debía cambiar para que aquello
dejara de ocurrir?
Seguía cantando, feliz, mientras
yo lloraba desconsolada tirada en el suelo de mi habitación y con aquel charco
de sangre surgiendo de mi cabeza que se hacía más grande a mí alrededor a
medida que iba pasando el tiempo. La esperanza empezaba a escurrirse entre mis
dedos, la vida empezaba a desaparecer de mi cuerpo y mi visión se iba tornando
más borrosa conforme pasaba el tiempo y la oscuridad empezaba a envolverme.
¿Cuánto tiempo estuve allí tirada? No lo sé, nunca me lo dijeron. La oscuridad
simplemente me engulló casi por completo en el momento en que vi una silueta
cruzar el umbral de la puerta de mi habitación.
Gritaba mi nombre o eso creí yo,
porque ni tan siquiera era capaz de distinguir sus palabras o su voz. Lo único
que pude notar fue la desesperación en el sonido que me llegaba. Su tacto suave
sobre mi frente, su mano tomando mi mano y sus labios cerca de uno de mis
oídos, posiblemente susurrándome algo, pero en el estado de semiinconsciencia
ni siquiera supe que me decía. Lo único que pasó a continuación es que me vi
absorbida por completo por aquella oscuridad que se había empezado a cernir
sobre mí.
Los párpados me pesaban horrores
y sentía la boca gangosa, como si me hubiera tragado un estropajo y la tuviera
pastosa, extraña… Odié esa sensación en el momento en que empecé a sentirla al
volver a la consciencia. Sentía la luz al otro lado de mis párpados que
permanecían cerrados, oía el pitido incesante de lo que parecía una máquina. Me
recordó a la televisión, a algunas de esas películas que mi madre veía por las
noches donde alguien acababa en el hospital y las máquinas que había en la
habitación hacían ese ruido. Un fuerte olor que en ese momento no supe que era
la “esterilidad” del hospital inundó mis fosas nasales haciendo que en un
primer momento hiciera todo lo contrario a lo que realmente deseaba hacer:
apretar los párpados. Al final tras varios intentos frustrados conseguí
abrirlos, para volverlos a cerrarlos antes de que pudiera pasar ni tan siquiera
un segundo. La luz había dado en mis ojos y era tan fuerte que incluso me hizo
daño. Los mantuve cerrados unos segundos antes de volver a abrirlos, más
despacio y aunque tuve que cerrarlos por la fuerza de la luz que entraba a
través de las ventanas, pude mantener los ojos abiertos.
- ¿Amanda? ¿Amanda, estás
despierta? – la voz llegó hasta mis oídos con una claridad que me mortifico. Me
asustó el tono de voz usado, lleno de miedo y de angustia. Era apenas una niña
de ocho años pero era
capaz de distinguir aquello, gracias a la dura infancia que había tenido.
- Papá… - sabía que era él, algo
dentro de mi misma me decía que era mi padre, la única persona que me quería
dentro de ese infierno y posiblemente también la única que podría haberlo
parado. Un cobarde, tal vez… o quizás hasta aquel día no se había dado cuenta
de la magnitud del problema, de hasta donde era capaz de llegar. – Mamá…
- Mamá no está aquí. No te
preocupes.
Alivio. Sentí alivio, tal alivio
que me entraron ganas de llorar mientras mi mirada por fin enfocaba el rostro
de mi padre. Un rostro que en aquellos momentos era el reflejo de un intenso
dolor, posiblemente incluso hubiese vergüenza dibujada en los ojos de mi padre,
impotencia y rabia. Sobre todo rabia. Eso último pude notarlo por la forma en
que tenía tensada la mandíbula.
- Estoy bien papá… - susurré
intentando transmitirle algo de calma, algo de paz. Era horriblemente madura
para la edad que tenía e incluso intentaba proteger a mis mayores. Esas
palabras solo consiguieron que las lágrimas comenzasen a rodar por sus
mejillas.
- Lo sé, Mandy. Lo sé… Duerme un
poco, ¿vale? Tienes que reponer tus fuerzas. – sus labios contra mi frente y un
susurro que no logré escuchar. Sentí sus manos viajar por mis mejillas con
suavidad antes de que se separase de mí y fuera a sentarse en una de las sillas
que había en la habitación.
¿Qué cómo había sido mi infancia
hasta entonces? Triste y llena de miedo. En realidad se podría decir que no
había tenido una infancia propiamente dicha, mi madre se había encargado de que
no pudiera disfrutarla y que con ocho años no fuera como el resto de niñas de
esa edad. No disfrutaba de los juguetes que tenía en casa, no disfrutaba de los
mismos dibujos animados que mis compañeras de clase, en realidad no disfrutaba
de la vida. Mi vida era un continuo juego del escondite, en el que me escondía
de aquellos tacones que repiqueteaban el suelo y me buscaban mientras yo me
agazapaba en el fondo de algún armario o dentro de la bañera hasta que ella me
encontraba.
Hasta que me encontraba y empezaban aquellas palizas que
parecía que nunca iban a tener fin. Daba la sensación de que siempre
aprovechaba la ausencia de mi padre para hacerlo, como si él fuera a detenerla.
¿Lo haría? Muchas veces me había llegado a preguntar si de verdad se creía las
excusas y explicaciones que ella había dado muchísimas veces sobre aquellos
moratones que me habían llegado a salir.
Era aquella niña vestida como una
muñeca, con su lazo sujetando mis cabellos castaños, cuyo color era a juego con
el precioso vestido que llevaba para la ocasión y los zapatos de charol
adornando mis pies con aquellos calcetines blancos que siempre destacaban de
alguna manera. Era como una muñequita de porcelana. Bajaba las escaleras casi
sin hacer ruido a la hora que mis padres me decían y cuando empezaban a llegar
los invitados todos los halagos recaían en mí. “Es una niña preciosa, qué
suerte tenéis” decía la vecina, esa mujer lo suficientemente cotilla como para
saber lo que ocurría con cada uno de los miembros del vecindario, pero a la que
no obstante se le escapaba el detalle de lo que pasaba entre las paredes de
nuestra casa. “Se parece mucho a ti, Derek” decía la mujer del socio de mi
padre mientras me tomaba del mentón y me sonreía, haciendo que yo le devolviera
la sonrisa. En los ojos de mi madre yo era la única que parecía apreciar ese
fulgor, ese leve brillo que aparecía con cada uno de los halagos dirigidos a mi
persona. ¿Y si eran los celos los que movían esos ataques contra mí? ¿Y si era
la atención que yo parecía despertar lo que la molestaba tanto? Ella quería ser
el centro del espectáculo, quería ser la reina de cada una de esas reuniones y
cenas…. Posiblemente hasta mi nacimiento lo había sido, incluso durante mis
primeros años de vida, pero a medida que yo había ido creciendo y me había
convertido en una niña con gracia, con una sonrisa según todos deslumbrante y
una presencia que no pasaba desapercibida a ojos de nadie, ella, la reina, había sido
relegada a las sombras gracias a su propia hija y no había podido soportarlo.
- Tiene el tímpano reventado.
Habrá que bajar a quirófano – fue lo primero que escuché cuando volví a
despertarme y abrí los lentamente los ojos. Un intenso dolor en el oído derecho
me hizo dibujar una mueca. Debía de ser a eso a lo que se refería el dueño de
aquella voz, un doctor seguramente. Recordaba que mi madre me había golpeado
con una lámpara en la cabeza, golpe tras el que sentí un terrible dolor en la
cabeza y en especial en el oído que ahora me daba punzadas y me dolía de una
manera intensa.
- Buenos días pequeña. – los
recuerdos de lo ocurrido desaparecieron de mi mente volviéndome hacia la voz.
Un hombre de quizás la edad de mi padre que me sonreí cándidamente y llevaba
puesta la característica bata blanca de médico. Esa misma que tanto miedo da a
los niños. A mí, no obstante, desde que había empezado a recibir aquellas
palizas me parecían la señal de que iba a estar a salvo, ver a una persona con
esa bata blanca me hacía sentirme segura. Los médicos eran mis ángeles de la
guarda, de algún modo sabía que con ellos no me ocurriría nada malo. - ¿Cómo te
encuentras?
- Bien, aunque me duele…
Llevé una de mis manos hasta la
oreja en cuestión, como si tapándola ligeramente aquel dolor fuese a
desaparecer. Noté cómo me miraba el médico y cómo a pesar de aquella leve
sonrisa que mantenía en el rostro, posiblemente para tranquilizarme, en sus
ojos había un deje de lástima, incluso diría que cierta tristeza ante lo que se
había encontrado.
- Lo sé, pero dentro de poco te
llevaremos a la habitación mágica y estarás como nueva.
- Al quirófano – su rostro fue de
total estupefacción ante mis palabras y noté como intercambiaba una mirada con
mi padre. – No es mi primera vez – y si no lograba salir del infierno que era
mi casa, aquella tampoco sería mi última vez.
- ¡Vaya! Tenemos una niña mayor –
exclamó forzando una sonrisa o al menos a mis ojos en aquel momento me pareció
forzada.
- Es una pequeña sobreviviente. –
mentó mi padre.
Noté humedad en mis ojos ante
aquellas palabras, porque realmente así era. Era una sobreviviente que además
seguía luchando día tras día para permanecer con vida y hacerlo con la mayor
positividad que pudiera encontrar dentro de mí misma. Siempre he estado segura
que de haber tenido una personalidad más quebrantable a lo mejor a esas alturas
ya estaría sumida en una depresión y con el tiempo habría acabado siendo una
persona diferente a la que he llegado a ser.
Me operaron esa misma tarde, y
cuando desperté más tarde lo primero que noté fue aquella venda que envolvía
parte de mi cabeza y la oreja derecha por completo, hasta donde me llevé una de
las manos. Lo segundo que noté fue la presencia de mi padre, dormido en una de
aquellas incómodas butacas de hospital. Estaba, pese a todo dormido y ese hecho
tan simple me hizo esbozar una sonrisa al tiempo que volvía la mirada al otro
lado para encontrarme con la ventana que dejaba ver parcialmente el exterior.
Había luz natural cosa que me hizo fruncir el ceño. ¿Estaba amaneciendo acaso?
La luz era muy suave y los tonos del cielo eran anaranjados, violetas,
amarillos; pero eso significaría que había estado durmiendo toda la noche, lo
cual tampoco sería tan extraño después de todo.
- Papá…
Se removió ligeramente en la
butaca ante mi susurro, desperezándose segundo más tardes antes de enfocar su
mirada en mí y sonreírme con candidez. Su sonrisa atravesó mi cuerpo y me
traspasó el alma haciéndome sentir querida, protegida, incluso podría decirse
que bendita. Hasta años más tarde no me daría cuenta de que esa estancia en el
hospital y el haber sobrevivido aquella vez fueron los principales motivos por
los cuales empecé a creer en Dios. ¿Por qué sino el destino me había salvado?
Muchas noches le había pedido al más allá, al poder supremo o lo que hubiera
que nos protegiera a todos que me salvase de esa vida. ¿Y sí esta había sido la
primera señal de que mis plegarías habían sido escuchadas? Era una niña de
apenas ocho años, pero en esos momentos empecé a estar plenamente convencida de
que algo más allá de nuestro mundo me había escuchado y había abierto la puerta
a mi salvación a través de mi padre quien por fin se había quitado la venda de
los ojos.
- Buenos días pequeña…. ¿Cómo te
encuentras?
- Mejor
- Me alegro. – se incorporó
ligeramente. Aún llevaba la misma ropa que el día anterior así que deduje que
no había pasado por casa. ¿Sería para no encontrarse con ella o simplemente
porque la tarde anterior me habían operado? Aquella era la segunda mañana que
despertaba en el hospital y él apenas se había separado de mí a pesar de tener
un trabajo. – No te preocupes, no sabe que estás aquí… Yo hoy tendré que ir a
trabajar pero las enfermeras cuidaran bien de ti. Aquí estarás bien y a salvo.
No dejaré que te vuelva a pasar nada. No te va a volver a hacer nada. Te lo
prometo, Amanda.
Se había acercado hasta mí y tras
decir aquellas palabras me abrazó con fuerza. Siempre dicen que nunca hagas
promesas vacías o que no serás capaz de cumplir, pero yo sabía que mi padre
estaba poniendo toda su honestidad en aquellas palabras y que iba a cumplirlas,
no iba a dejar que ella me volviera a hacer daño, me iba a proteger, al
contrario que todos estos años.
- No sé cómo no me di cuenta
antes. No lo entiendo… y tú… - se apartó un poco de mí para mirarme al rostro.
Tenía los ojos llenos de lágrimas y algo dentro de mí se removió inquieto.
Nunca había visto a mi padre tan afectado, aunque estaba segura de que cuando
me había encontrado tirada en el suelo de mi habitación y rodeada de mi propia
sangre su reacción había sido por mucho peor que aquella. - ¿Por qué nunca me
dijiste nada? Sabía que…, sabía que no era la madre perfecta, pero nunca
imaginé que te estuviera haciendo algo así.
- Tenía miedo… Siempre me dice
que… - las palabras empezaron a atorarse en mi garganta. El picazón en esta y
en los ojos empezó a embargarme y a los pocos segundos me encontré sollozando y
abrazada otra vez a mi padre. – Dice… que soy… una niña mala… que… me lo…
merezco… Y yo…, yo la creía… Papá… - y esa era quizás la peor parte, el hecho
de que hubiese llegado a creer que me merecía aquel dolor y aquella humillación
que recibía por su parte.
- No te mereces nada de eso… Nada de esto.
Parecía muy seguro de las
palabras que brotaban de sus labios, de lo único que estuve segura yo en ese
preciso momento fue de que no había sospechado nunca nada de tal calibre A lo
mejor intuía que ella era fría conmigo, distante y nada cariñosa, pero de ahí a
que me estuviera destrozando había un paso gigante. No me lo estaba diciendo,
no lo estaba expresando en voz alta, pero algo me decía que iba a tomar cartas
en el asunto, porque aquello había llegado demasiado lejos. ¿Y si la próxima
vez aquella oscuridad que se cernió sobre mí cuando estaba tumbada en el suelo
de mi habitación, me devoraba y nunca volvía a ver la luz del día? ¿Y si la
próxima vez era mi fin? Dejó un beso entre mis cabellos justo en la coronilla
antes de despedirse de mí y salir por la puerta, prometiendo estar allí tan
pronto saliera del trabajo. En otras ocasiones no le habría creído, habría
pensado simplemente que lo decía para que no me sintiera apenada o para que no
sintiera que no me prestaba la suficiente atención. No era la primera vez que
me decía que estaría pronto en casa y después había llegado cuando yo ya estaba
acostada en la cama, fingiendo estar dormida para que no entrase en mi cuarto.
De esa forma había evitado muchísimas veces que viera las lágrimas que surcaban
mi rostro en la silenciosa oscuridad que reinaba en la estancia. Siempre
lloraba cuando estaba sola, cuando sabía que mi madre no podía verme sufrir de
aquella manera, por la simple razón de que había aprendido desde bien pequeña
que llorar solo conseguía que se enfureciera más y que sus embestidas contra mi
fuesen más violentas, con más saña. “Las niñas no lloran” me decía, “has sido
mala y llorar no va a cambiarlo”. Sí, esas lindezas salían de boca de mi
progenitora cuando tenía apenas cinco años y toda aquella pesadilla había
comenzado.
Tenía solamente seis años cuando
comprendí que si me tragaba esas lágrimas, si me tragaba el dolor para mí misma
y me contenía de expresarlo en voz alta, la tormenta pasaría antes… Ella se
iría antes por la puerta dejándome sola y era entonces cuando podía liberarme,
cuando podía dar rienda suelta a todo lo que había estado sintiendo. El momento
en que oía como se cerraba la puerta principal que daba a la calle, ese era el
momento en que todo lo que sentía dentro de mí estallaba. Mis gritos de dolor
me desgarraban la garganta, las lágrimas me quemaban las mejillas, y los dolores
que me recorrían todo el cuerpo, acompañados de temblores fruto del miedo y la
impotencia que sentía, me acompañaban durante lo que me parecía una eternidad. Durante
aquellos episodios sentía el corazón latir dentro de mi propia cabeza, como
primero lo hacía como un caballo desbocada y como empezaba a ralentizarse con
el paso del tiempo, cuando mis sollozos se apagaban y mi respiración volvía a
acompasarse.
Mis pasos me llevaban hasta el
baño donde me encontraba con mi mirada perdida en el espejo. Mis cabellos
castaños revueltos. Mis ojos rojos e hinchados. El sufrimiento silencioso
cruzando mi rostro. Me quitaba la ropa dejándola a un lado y me metía bajo el
chorro de agua caliente de la ducha durante unos largos minutos. Mis lágrimas
siempre acababan mezclándose con el agua que salía de la alcachofa y que caía
sobre mi cuerpo haciendo que los lugares donde me había atizado y golpeado, se
encendieran y me dolieran como si me estuviese golpeando en aquellos mismos
instantes.
La soledad me seguía hasta mi
habitación de vuelta con una toalla cubriéndome el cuerpo que siempre acababa
sobre una de las sillas de mi habitación. Yo acababa acurrucada dentro de mi
cama con el pijama puesto, de espaldas a la puerta y llorando en silencio. La
oía volver. La oía hacer la cena y no llamarme para unirme a ella. Oía llegar a
mi padre, oía sus pisadas subir las escaleras hasta mi habitación y las
bisagras de mi habitación crujir suavemente cuando empujaba la puerta para
observarme desde el umbral, totalmente ajeno a lo que me había ocurrido. A lo
que llevaba ocurriéndome tantos años.
- ¡Hola! – La voz llenó por
completo la habitación haciendo que desviase mi mirada desde la ventana hasta
la puerta de la misma de donde provenía. Miré extrañada al dueño de dicha voz:
un niño de más o menos mi edad que poseía unos brillantes ojos verdes y me
miraba con curiosidad al tiempo que se acercaba hasta mi cama. Sus manos
tocaron sin vergüenza alguna las sábanas de mi cama aunque en ningún momento
llegaron a rozar aquellas zonas bajo las cuales se encontraba mi cuerpo. - ¿Te
has hecho daño en la cabeza? – Señaló mi cabeza al tiempo que hacía esa
pregunta y yo no pude evitar asentir con tristeza. Más bien me habían hecho
daño, pero…, había cosas que incluso sabiéndolas no podía decirlas en voz alta.
Quién sabía que me haría ella entonces. Temblé solo de imaginármelo.
- Me caí por las escaleras. –
Sonreí levemente haciendo que una de las heridas que tenía en la mejilla
derecha tirase y me diese una punzada de dolor que no obstante disimulé lo
mejor que pude. Era la típica excusa que había usado toda mi vida y la gente
que aún ignoraba la verdad debía de pensar que era una niña realmente torpe.
Otros, posiblemente simplemente fingirían que no sabían lo que pasaba ahí
realmente.
- ¡Uau! Eso debe de doler mucho –
Exclamó llevándose una de las manos a la boca para taparla, en un gesto
totalmente dramático e infantil. - ¿Te sigue doliendo?
- Sí, pero ya no tanto como
antes… - Le sonreí con dulzura, esa dulzura que decían que había en mí y que
hacia chispear los ojos de mi madre cada vez que alguien me lo decía. El niño
me miraba con curiosidad antes de levantar una de las manos y tocar con la
punta de sus dedos la mejilla donde tenía una de aquellas heridas provocadas
por vete a saber qué o cual de los golpes de mi madre.
- Tienes la cara un poco morada…
¿estás enferma también? – Claro, ¿cómo va a saber un niño pequeño que realmente
eso era fruto de los golpes que me propinaba mi madre? - ¡Seguro que aquí te
curas! – Entusiasmo es la palabra que describiría la forma como dijo aquellas
palabras. Las yemas de sus dedos se deslizaron por mi mejilla haciendo que me
cosquillease y que una risita nerviosa escapara de mis labios. – ¡Lo siento! –
Apartó la mano de mi rostro aunque la risa que acompañó al gesto decía algo muy
diferente a sus palabras.
- No pasa nada.
De repente se movió nervioso
antes de alejarse unos cuantos pasos de mi cama. Le miré con curiosidad antes
de que clavase sus ojos en el reloj que había en la habitación.
- ¡Tengo que irme! – Me sonrió al
tiempo que se volvía y caminaba hasta la puerta de mi habitación pero justo
cuando estaba en el umbral y yo creía que ya no iba a decirme nada se volvió
hacia mí con una gran sonrisa en el rostro. - ¡Por cierto, me llamo Richard!
¡Adiós! – Y tal cómo había llegado se fue de la habitación dejándome nuevamente
sola con mis pensamientos que para una niña de ocho años no eran nada
agradables, desde luego.
No fue la última vez que vi esos
brillantes ojos verdes durante mi estancia en el hospital. Gracias a él fue más
amena y durante los ratos que me visitó a diario no me sentí tan sola. No tuve
compañero de habitación durante aquella semana ingresada, por lo que el doctor
que me visitaba todas las mañanas para seguir mi evolución, las amables
enfermeras y auxiliares que entraban y salían varias veces al día, mi padre y
Richard, fueron mis únicos compañeros y el contacto social que tuve. La mayor
parte del día lo pasaba con las enfermeras, viendo la televisión o leyendo el libro
que me había comprado mi padre, puesto que este último aunque hubiese deseado
poder estar allí conmigo todos aquellos días, tenía una responsabilidad que
cumplir para con su trabajo. Y mi madre…, a los demás les parecía extraña la
ausencia de mi madre, esa figura tan esencial en la vida de muchos niños y su
gran apoyo, muchas veces mayor que el del padre. En alguna ocasión oí a las
enfermeras hablando de ello junto a la puerta de mi habitación o dentro de la
misma mientras me cambiaban el suero, seguras de que yo estaba dormida. Decían
cosas como: “pobre niña sin madre”, “¿No te parece extraño que nunca haya
venido su madre? O incluso, “pobre hombre, criando solo a una niña tan
pequeña”. Todas especulaciones y todas alejadas de la realidad que yo vivía.
Por supuesto, también había aquellas que se cuestionaban la forma como
realmente llegué al estado en el que me encontraba cuando llegué al hospital.
Algo totalmente lógico y comprensible, pero pese a las teorizaciones que hacían
o las sospechas que pudieran tener sobre mi situación, ninguno de ellos tuvo el
valor de denunciarlo o siquiera insinuárselo a mi padre. Muchas veces el miedo
a acusar falsamente a una persona era lo que llevaba a la gente a guardar
silencio y convertirse en unos meros espectadores.
- ¡Buenos días Amanda! – la voz
de Richard inundó la habitación y me hizo esbozar una sonrisa. Al día siguiente
de conocerle, pude presentarme al muchacho que se había ido aquel primer día
sin saber siquiera cómo me llamaba yo. Le saludé con la mano mientras se
acercaba hasta donde estaba. - ¿Te apetece dar una vuelta por el hospital?
¡Tienes mejor cara! ¡Estás más bonita! – a esas edades la sinceridad de las
personas es enorme, somos inocentes, no tenemos malos pensamientos, o al menos
no todos nosotros. El muchacho me sonrío, dejando entrever su dentadura a la
que le faltaban varios dientes.
- ¡Claro que sí! – dije con
entusiasmo al tiempo que me levantaba de la cama y ponía ambos pies sobre el
suelo. La verdad es que no había salido mucho de esa habitación así que dar una
vuelta por los pasillos desde luego no era una idea tan descabellada. - ¿No
trajiste las cartas hoy?
Los últimos tres días que me
había visitado me había enseñado diferentes juegos que podían realizarse con
una simple baraja francesa y nos habíamos entretenido varias horas con ello. Me
contó que se lo había enseñado su padre y de esas conversaciones también salió
el motivo por el que él visitaba el hospital a diario. Su abuela estaba
gravemente enferma y su madre era la que le cuidaba así que para no dejarle
solo durante las visitas que hacía a la anciana, se lo llevaba con ella al
hospital. Ahí radicaba la diferencia entre una madre corriente y la mía.
Los pasillos del hospital estaban
llenos de gente que iban de un lado a otro. Civiles y trabajadores del mismo y
era fácil distinguirlos, las batas y los uniformes azules de las enfermeras les
delataban con una facilidad asombrosa.
- ¿Cuándo vuelves a casa? – me
preguntó cuando llevábamos recorrido un buen trecho de la planta donde me encontraba.
Me encogí de hombros, porque realmente no lo sabía con total seguridad. – Ya te
quitaron la venda… - señaló a mi cabeza y yo asentí con una sonrisa. Esa misma
mañana me lo habían quitado pero nos habían indicado que fuéramos cautelosos
con mi oído derecho. Bueno, más bien se lo habían indicado a mi padre, pero
desde hacia varios años me responsabilizaba de mí misma. Se podría decir que en
cierto modo tengo ciertas semejanzas con Matilda
la niña de la película, pues había tenido que aprender a valerme por mí
misma a la fuerza.
- Supongo que no tardaré mucho en
irme a casa…
- ¡Bien! Quiero decir… No, porque
no volveremos a vernos. – su rostro se ensombreció unos segundos antes de
volver a iluminarse con una nueva sonrisa. Era asombroso como siendo unos auténticos
desconocidos, habíamos forjado aquel nexo de unión en menos de una semana. Es
curioso como cuando somos niños conseguimos hacer con una velocidad asombrosa.
Confiamos antes en la otra personalidad y es que en mentes inocentes es más
difícil que haya lugar para la crueldad. Incluso en mi caso, que vivía de mano
de mi madre cosas que nunca debí vivir, me era fácil confiar en el muchacho de
brillantes ojos verdes. – Menos mal que te traje esto hoy… - metió una de sus
manos en uno de los bolsillos del que sacó una pulsera de tela de los colores
del arco iris. Me quedé mirándolo, en la palma de su mano abierta antes de
levantar la mirada hacia el muchacho. – Así nunca te olvidarás de tu amigo
Richard del hospital.
Cuando durante toda tu vida nunca
nadie ha tenido un gesto de esa magnitud contigo, uno tan desinteresado pero a
la vez tan lleno de significado no es raro que tus ojos se aneguen en lágrimas.
Intercambié mi mirada entre su rostro y la pulsera que me mostraba antes de
acercarme a él y abrazarle rodeándole con mis brazos por el cuello. Silenciosas
lágrimas de gratitud caían por mis mejillas. Sentí cómo él también me rodeaba
con sus brazos por la cintura en un abrazo lleno de cariño y ternura. Estábamos
en medio del pasillo de la planta del hospital pero ni tan siquiera nos
importo. ¿Por qué tendría que importarnos?
- Gracias Richard.
Me separé del muchacho secándome
las lágrimas antes de sonreírle abiertamente y tomar la pulsera entre mis
manos. La observé unos segundos antes de volver a mirarle y posar esta vez un
beso en una de sus mejillas, que consiguió que un ligero rubor se dibujase en las
mismas.
- Es preciosa. La guardaré
siempre y…, no te preocupes. Nunca me olvidaré de ti.
Me la coloqué alrededor de la
muñeca y él se acercó para atarla. Una sonrisa cruzó el rostro de ambos antes
de que con una pequeña risa echáramos a correr por el pasillo, siendo seguidos
por las reprimendas de unas cuantas enfermeras, pero no nos importaba, éramos
niños, queríamos disfrutar de la vida, jugar, divertirnos y eso fue
precisamente lo que hicimos hasta que su madre bajó a buscarle.
Ese fue mi último día en el
hospital.
Te he nominado al Premio Dardos en mi blog, espero que te guste. Te dejo la entrada de la nominación.
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