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jueves, 24 de abril de 2014

6 de abril de 1912

El principio de esta historia, de este proyecto...
Lo dedico a todas esas personas que a pesar de lo ocurrido
me siguen animando a seguir adelante con esto:
Paloma, Carla, Lorena, Marina, Manuel, Rafa, Atai, Aida...
Posiblemente haya más gente que me haya dicho
"No vale la pena dejarlo por ella" pero ahora no os recuerdo.
¡Gracias a todos! Va por vosotros.

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6 de abril de 1912

Emma, el nombre de mi madre, la persona dentro de la cual me formé y crecí durante nueve meses. Nací un catorce de abril de hace casi dieciocho años, no soy hija de personas importantes, soy hija de un carpintero y una costurera, no seré famosa, mi vida no estará relatada en los libros de historia, mi nombre no trascenderá y, muy probablemente contadas personas sabrán de mi existencia, conocerán mi historia. Estoy casi segura de que el billete de tercera clase para el R.M.S Titanic que ahora sostengo con mis manos, me va a cambiar la vida. Es una sensación, un pálpito. Sueños de un espíritu lleno de pasión dirán algunos, otros dirán que son sinsentidos o que es la esperanza que albergo de una vida mejor. No sé decir con exactitud qué es, incluso me da miedo. Tengo una sensación de vértigo invadiéndome la boca del estómago. Me voy a alejar de todo lo que me es conocido: mi país, mis amigos, mi hermana… Me voy a embarcar en un viaje al Nuevo Mundo, a América. Al mismo lugar donde fue mi padre hace un año y posiblemente el reencontrarme con él sea una de las cosas que más me emocionan y más ilusión me hacen de todo esto. Al menos no voy a hacer este viaje sola.

Es posible que a ti tampoco te interese demasiado la vida de una persona como yo, ¿o sí? Tampoco has llegado tan lejos aún en la historia como para decidir algo así… Te invito a seguir conmigo unas cuantas líneas más y si luego ves que no te convenzo, siempre puedes cerrar el libro y seguir con tu vida. No prometo aventuras épicas y fantásticas, pero supongo que sí que te puedo prometer una historia humana, de emociones, sensaciones y de una vida que puede ser la de cualquier persona, que podría haber sido la tuya de haber nacido en esta época… que podría haber sido la de un familiar o amigo tuyo. Nunca se sabe donde te llevará la vida y que te ocurrirá en ella.

El lugar de donde provengo no es que sea de suma importancia, mis padres han vivido siempre a las afueras de Londres, en una residencia modesta y sin demasiados privilegios ni posesiones valiosas. Realmente sus posesiones más valiosas siempre hemos sido sus hijas, mi hermana Theresa y yo. Ni mi hermana ni yo hemos tenido una mala infancia, hemos sido unas niñas y jovencitas muy felices, con unos padres que nos querían y adoraban con locura. Nunca nos ha faltado absolutamente nada. Hemos tenido ropa en condiciones y tres platos de comida diarios para llenar el estómago e incluso nos hemos podido permitir algún que otro capricho. No obstante, todo eso cambió cuando mi madre empezó a enfermar. Fue una enfermedad lenta y agonizante… Una gripe dijeron los médicos. Una gripe que la mantuvo en la cama desde que yo tenía trece años hasta el día de su muerte.

Recuerdo muy nítidamente esos años, esos meses y sus últimos días, a pesar de que han pasado casi cinco años desde que todo aquello empezó. Aún a día de hoy me duele no haber podido estar con ella en sus últimos momentos. El deber me llamaba y no es tan fácil tomarse un día libre cuando trabajas al servicio de una familia. No tienen compasión y por lo tanto tampoco consideración por los problemas de sus trabajadores, o al menos no todos ellos. Esos ojos verdes que me miraban desde el otro lado del salón llenos de compasión, hoy día siguen haciéndome sentir menos invisible en una casa donde el servicio es como un simple mueble. La enfermedad de mi madre nos pilló por sorpresa. Una tarde se desmayó sin más y cuando fui a auxiliarla noté que estaba ardiendo, como siempre había plasmado una sonrisa en su rostro y fingido que todo iba bien. Es un rasgo odioso pero que yo misma he heredado de ella. Odio que la gente se preocupe por mí y se esconder muy bien los dolores, la tristeza y fingir que todo va perfectamente.

Un desmayo y fiebre. Todo empezó con eso y termino de la misma manera. El médico le diagnostico una gripe y le dio unos medicamentos que si bien la ayudaron a sentirse mejor nunca la sanaron del todo. Sigo en mis trece de que no era una gripe y que ni el médico supo exactamente lo que mi madre padecía. Su enfermedad fue la razón por la que tanto mi hermana como yo tuvimos que buscar un trabajo, que ayudara a la economía familiar y nos permitiera independizarnos en un futuro. No negaré que la idea de irme a trabajar en la servidumbre de una familia adinerada no fue enteramente de mi agrado, pero era lo máximo a lo que podíamos aspirar…

Llegamos al hogar donde íbamos a trabajar una mañana de mayo, yo acababa de cumplir los catorce años. ¿Qué si recuerdo la primera vez que me vi frente a aquella intimidante casa? Sí, perfectamente. Me sentí pequeña y mi hermana envolvió la mano que tenía más cerca de mí con una de las suyas haciendo que me sintiera protegida y un poco más fuerte. Sentí que con ella al lado podría cruzar aquellas enormes puertas de roble y enfrentarme a lo que fuese que hubiese dentro.

Los suelos eran lustrosos y casi parecía que pudiéramos vernos reflejadas en ellos. Viré el rostro hacia Theresa que estaba justo a mí lado y pude ver en su rostro la misma sorpresa que posiblemente estuviese dibujada en la mía. - ¿Las hermanas Miller? – Preguntó una joven mujer que se acercó a nosotras. Mi hermana asintió y me dio un apretón en la mano que manteníamos entrelazadas con fuerza. – Puntuales. A la señora le gusta la puntualidad. – Enarqué una ceja con curiosidad mientras la observaba. Sus cabellos estaban ocultos bajo la cofia de color blanco de la que solo salían algún mechón de pelo rubio. El vestido que llevaba era negro de cuello alto y cuya falda le llegaba hasta los tobillos. Todo ello complementado con un delantal de color blanco. Así que así íbamos a vestir a nosotras… - Me llamo Mellanie. – Se presentó finalmente antes de hacernos un gesto con la mano para que entrásemos. – Os enseñaré un poco esto, es imposible aprenderse todos los lugares de memoria de entrada, así que no os preocupéis. Somos casi cincuenta personas en el servicio, tampoco hace falta que os aprendáis los nombres de todos ya, lo más importante primero es saber los nombres de los señores y las señoritas. – Nos guió hasta el primer piso subiendo por una enorme escalera cuya barandilla era de un tipo de madera precioso y los escalones juraría que de mármol. – También es importante que memoricéis enseguida como les gustan las cosas más cotidianas. El desayuno, el té, que les vistan, les peinen, cosas así… - ¿En serio? ¿Solo eso? Mi cabeza estaba a punto de estallar de la cantidad de información que me estaba metiendo aquella joven en la cabeza así de primeras. Miré a mi hermana de reojo y pude ver en su rostro el mismo estrés que me estaba invadiendo a mí. No pude sentirme más aliviada ante el hecho de que no era la única que pensaba que iba a meter la pata de un momento a otro cuando me dejaran sola. - ¡Cuidado por dónde vas Toby! – Le espetó la mujer cuando vio a un joven de cabellos castaños pasar con una bandeja y bastante prisa.

- Lo siento, Mellie. Las prisas, ya sabes… - Pareció notar nuestra presencia justo en ese momento y una sonrisa se dibujó en su rostro mientras nos miraba. - ¿Sois las hermanas Miller? – Preguntó directamente mirándonos a nosotras. Yo siempre he sido la más impulsiva pero la timidez me ganaba la batalla en ese momento y permanecí callada aunque sin quitarle la mirada de encima. Tenía algo que hacía que quisieras saber más de él e incluso un halo a su alrededor que te decía que era una persona de confianza.

- Sí, son ellas. Les estoy enseñando un poco la casa. ¿Por qué no sigues con tus tareas? Pareces un pasmarote ahí… - Pronto averiguaríamos que Mellanie no era una simple sirviente. Era el ama de llaves de la casa, la mujer que controlaba a todos los trabajadores en aquella enorme casa a excepción del chófer que era cosa aparte.

- Sí, señora. – Noté cierto tono de broma en la voz del muchacho que hizo que Mellanie frunciera el ceño y le fulminara con aquellos ojos que poseía. Yo por mi parte tuve que llevarme una de las manos a la altura de la boca para disimular la sonrisa divertida que acababa de salir en mi rostro. Me miró unos segundos y sonrió divertido también, además de guiñarme el ojo. No hacían falta palabras: lo había visto. Le seguí con la mirada durante unos segundos hasta que le perdí de vista al desaparecer tras una esquina. Mellanie entre tanto había vuelto a hablar pero se podría decir que yo había desconectado por completo y solo volví a conectar cuando noté que la mujer volvía a caminar.

- … En el ala norte de la casa. Por supuesto no contamos con los mismos lujos que ellos, pero no están mal. Tú compartirás habitación con tres muchachas y tú – En ese momento me miró directamente a mí – Con otras cinco doncellas. Si no os parece bien o nos caen bien os tendréis que aguantar. Nada de lloriqueos, nada de pucheros, aquí somos doncellas, estamos para servir, ayudar y hacer las tareas que nos pidan los señores, pero sin quejarnos, ni mostrar lo cansadas que estamos. – Paró en medio del pasillo, aunque no me hubiese dado cuenta nos estaba dirigiendo precisamente a la ala norte de la casa. Su mirada volvió a hacerme sentir pequeña en medio de aquel enorme pasillo. – La regla más importante es que aunque lo veamos y oigamos todo, de puertas afuera de la habitación donde ocurran las cosas seremos ciegas y sordas. Nada de chismorreos o cotilleos sobre los señores, sus familiares o sus amigos, ¿entendido? – Asentí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Incluso bajé la mirada al suelo y la mantuve ahí el resto del camino hasta nuestras habitaciones. Primero la de mi hermana y luego la mía donde había una muchacha. Mellanie se despidió de mí cerrando la puerta tras de mí y dejándome con aquella muchacha pelirroja y pecosa.

- Me llamo Jill, bienvenida. – Una sonrisa cándida asomó en su rostro y casi de inmediato me relajé. La miré unos segundos con curiosidad, parecía una muchacha vital, llena de vida. - ¿Cómo te llamas? – Se acercó hasta mí, pasándome uno de los brazos por encima del hombro.

- Valerie. – Respondí con timidez mientras me dejaba arrastrar por la muchacha hasta la cama más alejada de la puerta. Estaba cerca de la ventana y fue entonces cuando gracias a la inclinación de la pared en esa zona me di cuenta de que estábamos en la alcoba. – Vaya… - No sabía que esperar la verdad. Fruncí la nariz ligeramente cuando un olorcillo a moho llegó hasta mis fosas nasales.

- No vivimos en las mejores condiciones, pero he oído que hay doncellas que viven peor. – Jill se encogió de hombros antes de mirarme brevemente unos segundos y dirigirse a un armario del que saco un uniforme. – Creo que te valdrá hasta que te tomen las medidas y te hagan tus uniformes. – Me sonrío de una manera que consiguió que todo el miedo que había tenido antes de llegar se desvaneciera. Lo hacía por un bien mayor, no sólo para poder independizarme económicamente, sino también para ayudarnos a mis padres, en especial a mi madre que seguía estando enferma.

Esa misma noche me presentaron a los Whitakker, después de haberme explicado alguna que otra cosa sobre los mismos y cuáles serían mis tareas concretas. Al parecer iba a encargarme personalmente de todo lo que necesitara Chloë, la hija pequeña de la familia. Estaría mintiendo si dijera que sabía exactamente lo que me podía esperar. Iba totalmente a ciegas porque nunca antes había conocido a personas “importantes” ni de un estatus social superior al mío. Para mí era algo impensable estar en un lugar como aquel y trabajar para una familia adinerada. Nos hicieron bajar a una habitación que era igual de gran prácticamente que toda mi casa, el salón de estar según nos dijeron. Tuve que reprimir el quedarme boquiabierta ante semejante visión, pues imaginaos cómo me sentí en ese momento. Pequeña, insignificante en medio de aquel majestuoso salón.

Los Whitakker se volvieron a mirarnos tanto a mí como a mi hermana cuando Mellanie les anunció nuestra presencia en el lugar. La primera persona con la que se toparon mis ojos fue una mujer de cabellos oscuros como la noche y ojos del mismo tono. Tenía una mirada profunda, de esas que te atraviesan cuando se posan sobre ti. Tenía unos rasgos muy suaves y femeninos y unos labios carnosos que formaban una línea recta. Sus ojos nos examinaron como si fuéramos un mero objeto que tenía que tener su visto bueno. – Perfectas. – Comentó sin más mirando directamente al ama de llaves como si nosotras no estuviéramos allí. Junto a ella fumando había un hombre de mediana edad, tenía aspecto cansado y sus ojos estaban ligeramente hundidos. Aún así nos dedico una sonrisa escondida tras la espesa barba que poseía. Se trataba de James Whitakker el patriarca de la familia, el marido de la mujer estirada, Siobhan Whitakker. Sentados en un sofá de piel de un color granate, estaban los hijos mayores del matrimonio: Chloë, una muchacha menuda de cabellos oscuros pero unos intensos ojos verdes, tiene la cara ovalada y los mismos rasgos suaves de su madre, así como sus mismos labios, pero su mirada y la sonrisa que hay en su rostro transmitían dulzura e incluso podría decirse que inocencia, algo muy alejado de la frialdad que transmitía Siobhan. Luego estaba Christopher, el primogénito de los Whitakker, que estaba sentado junto a su hermana, poseía los mismos ojos verdes que esta y su padre, y unos rasgos varoniles muy marcados, pero al contrario que su hermana y su padre, él parecía estar envuelto en un aura de misterio y frialdad que me llamó la atención desde el primer momento.

Podría decirse en efecto, que los misterios es algo que me fascina en la vida y, en esos momentos Christopher Whitakker se me presentó como uno de ellos. Como uno de los muchos misterios que estaba dispuesta a resolver en la vida. Era una necesidad de saber que había bajo aquella apariencia distante y fría que mostraba en un primer contacto. Mis ojos marrones entraron en contacto con sus orbes verdes sin ser aún consciente de lo mucho que iba a significa él en mi vida y todas las cosas que se escondían tras aquella fachada que me estaba mostrando en aquellos momentos.

Vuelvo a mirar unos segundos el pasaje del R.M.S. Titanic que he dejado a un lado mientras terminaba de hacer la maleta y me dejo caer sobre el colchón de paja sobre el que he dormido los últimos tres años observando mí alrededor. La alcoba está llena de las posesiones de mis compañeras de cuarto, es el lugar donde he vivido muchas cosas los últimos años y siento que lo voy a echar de menos. En cierto sentido es mi hogar, pero cuando pienso en todo lo que me queda aún por delante y el viaje que me espera, vuelvo a sentirlo.

De algún modo sé que este viaje me va a cambiar la vida. Nos va a cambiar la vida a ambos.