Notaba la brisa marina azotar contra su cara y agitar sus
rizos pelirrojos. Podía notar el frío del aire de aquella noche e incluso el olor
a sal que desprendían las aguas a quien sabe cuántos pies de distancia de ella.
Se atrevió a bajar la vista un segundo, el suficiente para ver el oscuro océano
bajo sus pies, solo roto por el oleaje en forma de espuma que provocaba el
barco en movimiento con ayuda de las hélices que estaban justo ahí abajo. Se
agarró con más fuerza a la barandilla que quedaba justo detrás de ella. Notaba
el hierro contra su espalda.
¿Qué cómo había llegado allí?
Si miraba hacia atrás en el tiempo y recordaba lo que había
ocurrido antes de llegar a esa situación, podía recordarlo con una claridad que
daba miedo. Notaba aún como se quedaba sin respiración durante unos segundos
debido a los tirones que le daba Trudy para ponerle el corsé mientras ella se
agarraba a una de las columnas de la cama de la suite. Sentía la seda acariciar
su cuerpo cuando la ayudaba a ponerse aquel vestido rojo, cubierto de detalles
negros que solo lo hacían más pesado. A veces hubiese deseado llevar menos
lujos encima para sentirse más ágil, más libre, pero claro... Eso era un lujo
que ella no podía permitirse, igual que no podía permitirse llevar el cabello
pelirrojo simplemente suelto y cayendo sobre sus hombros. No, ella debía
llevarlo alto, con aquel sofisticado recogido que no dejaba ver a su parecer,
lo hermosos que podían llegar a ser sus rizos.
Se había dejado guiar hasta el comedor de primera clase
donde les habían servido aquellas exquisitez en platos relucientes y la
cubertería más cara de todo el barco, acompañado del vino perfecto en las copas
perfectas. Se había movido de una forma autómata, como si no controlase su
cuerpo y fuese él quien la controlaba a ella. Su mente estaba totalmente
desconectada de lo que ocurría alrededor de ella. Su mirada perdida en el
infinito y lo peor es que nadie parecía darse cuenta de aquella ausencia. De su
ausencia. De la ausencia en sus ojos azules y de cómo aunque se llevaba el
tenedor a la boca repetidas veces, masticaba, bebía, no disfrutaba de todo
aquello como los demás. Las conversaciones llegaban a sus oídos como si se
tratasen de algo muy lejano y en forma de eco.
Rose había visto pasar toda su vida ante ella, como si ya la
hubiese vivido. Después de todo, ¿qué iba a cambiar? Se trataría de un continuo
e incesante desfiles de fiestas, partidas de polos, cotillones, con siempre la
misma gente a su alrededor y sus banales conversaciones. Nada iba a cambiar.
Esa iba a ser su vida, la misma que había tenido durante sus diecinueve años.
Sin esperanza alguna de que fuera a cambiar y pudiera alcanzar alguno de sus
sueños. Esa ansiada libertad.
Empezó a sentir como si se encontrase al borde de un enorme
precipicio. A punto de caer y no había nadie que la ayudase a no tener ese
fatídico final, nadie a quien le importara lo más mínimo, nadie que se fijara
en ella... Solo había que fijarse en cómo no habían notado en absoluto la
ausencia que reinaba en todo su ser para darse cuenta de que solo era como un
objeto más del cual presumir, otra pertenencia más. Y ella no deseaba ser eso,
en absoluto.
No recordaba bien como había salido del comedor. Creía
recordar que había dicho que necesitaba tomar el aire, se había disculpado ante
los presentes y había salido a la cubierta dejando que el aire le diera contra
el rostro. Fue entonces cuando pareció aclararse su mente y sin tan siquiera
pararse a pensar en lo que hacía empezaba a correr hacia el final del barco.
Corría y corría. Se chocaba contra la gente que caminaba por cubierta que se la
quedaban mirando durante unos segundos extrañados, ofendidos, algunos incluso
murmurando, pero sin importarles absolutamente nada, mientras ella seguía
alejándose, cada vez más de aquellos que la asfixiaban. Del comedor de primera
clase, de esos rostros, de sus palabras, de su vida.
Sentía como se ahogaba y de sus ojos empezaron a manar
lágrimas que le dificultaban ligeramente la visión y aún así no dejó de correr.
Ni siquiera los sollozos la hicieron parar. Ni el dolor de pies que le
producían los tacones de correr por la cubierta. Ni siquiera el frío de la
noche. Nada la iba a detener. Abrió las puertas de hierro que le impedían
seguir, sin bajar el ritmo... Bajó escaleras. Corrió y corrió hasta que ante
sus ojos azules apareció el final del barco. La bandera inglesa coronándolo. Se
paró en seco y se permitió unos momentos para recuperar el aliento a pocos
metros de la barandilla.
Se acercó con cautela, paso a paso hasta que estuvo a
escasos centímetros. Primero posó una mano sobre la barandilla, cerrando la
palma alrededor del hierro antes de hacer lo mismo con la otra mano y aferrarse
con fuerza. Cerró los ojos unos segundos, respiro hondo y entonces se decidió.
Posó un pie sobre la barra inferior, la más cercana a la cubierta del barco y
repitió la operación con el otro. Se sujetó al mástil en cuyo final se agitaba
la bandera y con la otra mano se agarró el vestido levantándolo ligeramente
para poder pasar con más facilidad al otro lado. Primero una pierna y luego la
otra.
Temblaba, pero no le dio importancia y cuando todo su cuerpo
estuvo al otro lado se permitió echar un último vistazo al Titanic. Se mantenía
aferrada con ambas manos a la barandilla. Sus ojos azules miraron durante unos
segundos lo que podía ver desde allí del buque y por su cabeza pasaron las
diferentes reacciones que podían tener aquellos a los que se suponía que ella
les importaba cuando descubrieran que había hecho.
Bastaba de tonterías. Respiró hondo nuevamente y con todo el
valor que fue capaz de reunir se dio la vuelta con cuidado quedando a merced
del océano, con las manos sujetas a la barandilla y su cuerpo de cara al mar
que se extendía ante ella. Sentía que aquella era la única solución, que una
vez se soltará y fuese devorada por el mar, toda aquella opresión que sentía en
el pecho, la sensación de asfixia y sus alas cortadas, sus esperanzas de un
futuro que no existía desaparecían con ella para siempre.