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lunes, 16 de enero de 2012

El Diván de los Duendes

-Mamá… ¿Los duendes existen?

Los grandes ojos verdes del niño miraban a su madre, como si aquella sencilla pregunta hubiese sido la más importante que había hecho en su vida. Una cuestión de vida o muerte. La mujer sonrió, mientras se acercaba nuevamente hasta la cama de su hijo y se sentaba en el borde, arropándole y acariciando sus oscuros cabellos.

-¿Los duendes? ¡Claro que sí! Es más…

La mujer se quedó unos segundos callada y luego acercó sus labios al oído de su hijo para susurrarle: en esta casa hay duendes. Los ojos del pequeño se abrieron de par en par ante aquella afirmación de su madre. Afirmación que como muchas en el mundo, esconde su propia historia:

Erase una vez, una familia compuesta por un padre, una madre y dos hijos, que vivían en una bonita casa a las afueras de un pequeño pueblo de Londres…

La primera vez que entraron en la casa, les pareció magnífica, además de que los antiguos dueños habían dejado en ella la mayor parte de los muebles, y Cassandra, la pequeña de la familia, incluso encontró una bonita casa de muñecas.

Siempre le habían fascinado, así que nada más encontrarla, se podría decir que se hizo inseparable de aquel juguete. Jugó durante todo el día de la mudanza, hasta caer rendida y que sus padres tuviesen que llevarla a la cama.

A la mañana siguiente, nada más despertarse la pequeña fue corriendo hasta la casa de muñecas, pero había algo que no le cuadraba. Allí faltaba algo.

-Mamá, ¿has visto el diván que había aquí?

Su madre la miró arqueando una ceja antes de responder negativamente a la pregunta, lo que causó cierta frustración en la niña. ¡Lo había visto! ¡Estaba allí el día anterior!

-Estos humanos se creen que nos lo pueden robar todo…

Tras las paredes y asomados por un pequeño agujero que había al ras del suelo, había dos duendes que observaban a la niña, con una sonrisa divertida en el rostro. El que había hablado volvió sus ojos grises hacía el diván que la niña estaba buscando y en el cual se encontraba otro duende sentado. Aquellos malditos humanos siempre les robaban su diván…

Y lo volvieron a hacer. Cassandra lo encontró aquella misma tarde, porque si una cosa es verdad es la siguiente: los duendes son horriblemente traviesos. Hacen que las cosas en tu casa desaparezcan misteriosamente…, pero también son olvidadizos y dejan sus cosas tiradas por doquier. Quizá por eso Cassandra se encontró el diván aquella tarde en el suelo de su dormitorio…

-Veo que lo encontraste… ¡Ay Cassandra! Deberías aprender a dejar siempre las cosas en su sitio así no se perderían.

Y sin embargo al día siguiente el diván había vuelto a desaparecer. Cada vez que Cassandra lo encontraba y volvía a dejarlo por las noches dentro de la casa de muñecas, al día siguiente volvía a desaparecer. A veces no lo encontraba en días, otros sin embargo a las pocas horas lo encontraba. Le parecía tan extraño todo aquello que decidió poner una trampa a su “ladrón”.

Esa noche se acostó con una sonrisa en el rostro, a sabiendas de que por fin sabría quien se llevaba el diván de la casa de muñecas cada noche que ella la dejaba allí. Se quedó dormida prácticamente enseguida… El silencio reinaba en su habitación o al menos reinó hasta bien entrada la noche, cuando un grito agudo la despertó.

¡La trampa!

De un salto salió de la cama y se dirigió hasta la casa de muñecas, esperando encontrar cualquier cosa, menos lo que parecían dos niños diminutos. Los ojos de Cassandra se abrieron como platos, mientras que las bocas de los duendes se abrieron formando un O de asombro.

-¿Qué…?

Cassandra no podía salir de su asombro. ¿Qué demonios era aquello? ¿Alguna cámara oculta?

-¡Nos ha pillado! Te dije que era muy lista – reprendió uno de los duendes al otro que inmediatamente se puso a la defensiva. A los pocos segundos estaban discutiendo ante una Cassandra que no salía de su asombro.

Relatillo dedicado a Natalia :)


-¡Ya basta! - la voz de la niña les hizo callar. Callar de inmediato, mientras el miedo se reflejaba en sus ojos. No sabían que iba a pasar ahora, pero ella se limito a formular una pregunta llena de curiosidad: -¿Qué sois?

-Duendes - respondieron prácticamente al unísono de tal manera que casi parecía que lo hubiesen ensayado de antemano.

-¿Y por qué me robáis el diván? - volvió a preguntar Cassandra poniendo incluso los brazos en jarras como si de aquella manera pudiera intimidarlos o algo por el estilo.

-Porque es nuestro. Es el diván de los duendes.

Cassandra arqueó una ceja. Los duendes le contaron que aquel diván siempre había pertenecido a su pueblo de duendes. A los duendes que vivían en aquella casa, hasta que un niño lo encontró y lo colocó en la casa de muñecas. Por ese motivo ellos siempre iban a buscarlo… perdiéndolo una y otra vez. La muchacha, de gran corazón les dio el diván y cada vez que lo volvió a encontrar por la casa extraviado, en lugar de volver a meterlo en la casa de muñecas, lo dejaba frente al agujero que había en la pared de su habitación. La entrada de la “casa de los duendes” y cuando se daba la vuelta sabía que ellos cogían su adorado Diván.

-Y la casa de Cassandra… - el niño miró a su madre mientras en su rostro se dibujaba una sonrisa de oreja a oreja.

-Es la nuestra. - ella se limitó a asentir mientras daba un beso de buenas noches a su hijo y volvía a arroparle, para luego salir y cerrar la puerta.

Cuando entró en su habitación sin embargo, algo llamó su atención. El pequeño diván estaba en el suelo… Con cuidado lo tomó y lo dejó frente al agujero que había al ras del suelo en una de las paredes del que había sido su dormitorio toda su infancia… El diván de los duendes era más real de lo que el hijo de Cassandra jamás pudiese imaginar.

-Buenas noches… - susurró al agujero sabiendo que aquellos diminutos habitantes la oían. Tal y como habían hecho siempre.

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